09 junio 2014

El río enamorado.

Hoy, viendo en la televisión de Andalucía un programa sobre el Guadalquivir me he acordado de María. Vive este río con Sevilla la misma tragedia que yo con ella: la vida se empeña en separarnos. El río de Sevilla ya no pasa por Sevilla, lo alejaron de ella. Tan sevillano se sentía que, algunas veces, rompía las cadenas de su cauce y se iba a pasear por sus calles, por la Alameda de Hércules, por la Campana... no le era suficiente besar su calle Betis, quedarse dormido bajo el Puente de Triana, ser el espejo de la Torre del Oro...  yo, en la distancia, entiendo a un río que se desbocaba por tal de abrazar a su amada porque, muchas veces, yo he dejado mi faro y he roto algunas cadenas para ir donde ella, para sentir sus manos, su mirada.

Dice la voz que narra la historia del Guadalquivir que al pasar Sevilla el río se ensancha en las marismas, que se abre en  brazos que forman islas, lucios, esteros...

Ahora, en la soledad del faro, pienso en el programa sobre el río de Sevilla y me veo a mí mismo, cada tarde al marcharme del bar de María, aceptando cualquier excusa para retrasar la partida, para estar un minuto más junto a ella, y comprendo al Guadalquivir cuando extiende sus brazos de agua para aferrarse a los juncos de la orilla, a los cañaverales, queriendo retener su marcha hacia el mar, queriendo quedarse un ratito más cerca de Sevilla.

Decía la voz que las mareas del Atlántico entran por el río y llegan hasta la presa de Alcalá, más allá de Sevilla, haciendo que los troncos que lleva la corriente vuelvan sobre sus pasos. Como yo más de una vez vuelvo sobre los míos cuando, camino del faro, he dejado atrás las últimas casas del pueblo y "me acuerdo" de repente de algo que no dije a un amigo en el bar, de algo que tenía que pedir y no pedí. Y hago como el Guadalquivir, volver lo más cerca posible: él de Sevilla, yo de María.  No es la marea, es que el río se enamoró de la ciudad y no quiere irse y dejarla. 

¡Ay Guadalquivir! que tragedia más dolorosa nos une.