Ayer recorrí la parte de costa donde menos distancia hay de uno a otro faro, de hecho en 140 kilómetros que hice vi 7, uno cada 20 kilómetros de media. Hoy es diferente y con un recorrido previsto de unos 300 kilómetros los faros que veré son solamente 4. Es una costa diferente en la que prácticamente no hay ningún puerto importante salvo el de Sines, y es aquí donde está el primer faro del día.
El faro de Sines es un faro con una historia un tanto particular. Podríamos decir que con el tiempo le pusieron unos incómodos vecinos y el faro se mudó 3 plantas más arriba. Suena raro, lo sé, así que mejor os cuento la historia real.
El faro está automatizado desde 1.995 y su alcance es de 26 millas náuticas dando 2 destellos blancos cada 15 segundos. Se construyó casi en el extremo del cabo del mismo nombre 1.880 y era una torre cilíndrica de color blanco que arrancaba desde el mismo edificio que servía de casa al farero y de almacén. Tenía una altura de 11 metros aproximadamente y su plano focal era de 45 metros. En los años 90 del siglo pasado casi toda la zona que rodea el faro se llenó de tuberías y depósitos inmensos de petróleo y la luz del faro era difícil distinguirla o incluso verla. A grandes males grandes soluciones dice el dicho, y con el faro de Sines lo aplicaron al pie de la letra. Desmontaron la linterna y sobre el faro levantaron otro faro, otra torre cilíndrica y blanca solamente un poco más estrecha. La linterna fue sustituida por otra más moderna y original dejando como recuerdo de la antigua la barandilla roja que la rodeaba. Hoy el faro tiene 22 metros de alto. Por dentro tenía una escalera impresionante, propia del siglo XIX y a la hora de ampliarlo la misma luz que ilumina a los barcos en las noches iluminó la mente de quienes harían la obra: La escalera nueva era una copia exacta y continuación de la original. Matrícula de honor para una obra hecha en 1.993 cuando es España los faros que se alzaban nuevos eran una torre de hormigón sin el más mínimo encanto.
Después de hacerle desde fuera varias fotos y justo en el momento de recoger la cámara para meterla en el coche aparca otro junto a mí. Un señor se baja, da los buenos días y yo aprovecho para preguntar si es el “faroleiro”. Sí, lo es. Ahora toca contarle el viaje que estoy haciendo y… ¡bingo! “toma la cámara y ven conmigo” me dice. He aquí el resultado de la invitación.
Dejo Sines con una sonrisa en la cara que me dura hasta el siguiente destino: Vila Nova de Milfontes. Es una villa situada en la margen derecha del río Mira unos centenares de metros antes de su desembocadura. Entre el pueblo y el mar hay un pequeño cabo rodeado casi en su totalidad por playas de manera que una parte es playa marina y otra playa fluvial. Y es en este pequeño cabo donde se encuentra lo que más que un faro es una baliza. No sé que alcance tendrá, pero para considerarse faro ha de ser superior a 10 millas y dudo que esta luz supere ese mínimo.
Es, literalmente, una luz puesta en la fachada de una casa. Está sobre un soporte, una especie de balda, justo delante de una ventana que hace de espejo para reflejar la luz hacia la entrada del río y que también se abre para acceder a la óptica cuando es necesario. Está a 5 metros del suelo y su plano focal es de 23 metros.
Buscamos un faro de verdad y el siguiente en la lista es el de Cabo Sardao, un faro relativamente moderno ya que aunque se propuso en 1.883 no se construyó hasta 1.915; tiene una altura de 17 metros, un plano focal de 68 y un farero que odia a los niños de tal manera que podía ser descendiente del mismísimo Herodes.
Hoy es miércoles y algunos faros portugueses abren al público para conmemorar el Día Nacional del Mar. Delante de este faro hay un autobús escolar y del recinto salen un montón de chiquillos de 8 ó 9 años. Arriba, en el balcón de la linterna, otros cuantos jalean a los de abajo. El farero sale detrás del último y cuando se marchan le pregunto si se puede visitar. Hoy es mal día, toca niños… y cuando otro autobús se acerca a la entrada la cara del pobre farero es un poema. Tengo la sensación de que le surge una duda: si tirar a los niños desde lo alto del faro o si tirarse él.
El faro es una torre cuadrada de mampostería, pintada de blanco excepto las aristas que son de piedra vista. La linterna y la barandilla, para variar, están pintadas de rojo y dentro de los faros portugueses es un poco la oveja negra. Hasta los años 50 la estafeta de correos le cobraba un extra por lo lejos que estaba y por lo intransitable del camino en invierno. Además, desde 1.950 la electricidad de la que se surtía el faro procedía de dos grupos generadores y tenía una lámpara de 3.000 watios… hasta que en 1.984 es conectado a la Red Eléctrica de Distribución Pública que le reduce la potencia y la lámpara es cambiada por una de 1.000 watios, lo que le da un alcance de 23 millas. Otra curiosidad es que es el único faro de este tipo cuya torre en lugar de estar en el lado del edificio que da al mar está en el opuesto. No me extraña que el farero ande de mal temple.
Después de tantos kilómetros recorridos tan sólo me quedan 100 bajando hacia el Sur, hasta Sagres. Allí pondré rumbo Este y comenzaré a acercarme a Andalucía. Y será en Sagres donde hoy pase la noche, pero antes veré su puerto, sus acantilados, su fortaleza de Beliche y, por supuesto, el faro de los faros portugueses: Cabo San Vicente.
Cabo San Vicente es el último faro que toca ver hoy pero es un faro muy especial para mí. Desde que comprendí los mapas cuando aún era un crío el Cabo San Vicente siempre me llamó la atención: era donde se acababa el mundo, donde la costa daba de repente un giro y se iba hacia el Norte. Se convirtió en una meta, un lugar al que antes o después tenía que ir. Un buen día, muchos años después de saber qué era y dónde estaba aquel sitio tan especial, lo conocí. Han pasado muchos años desde aquella visita y aun hoy, cuando vuelvo, recuerdo aquella primera vez y me invade el mismo nerviosismo, la misma ilusión. Llegar a Sagres es encontrar el regalo que los reyes magos han dejado al niño que aún vive dentro de mí, recorrer los pocos kilómetros que quedan para llegar al cabo es ir desenvolviéndolo. Y al final el faro, la caja abierta, el regalo dentro, el regalo en mis manos.
Cabo San Vicente es el primer faro que visité, que conocí por dentro, y es el faro que está en la cabecera de este blog. Es, por decirlo de algún modo, mi faro. Por ello, aunque forme parte de la ruta de hoy me vais a permitir que lo deje para el siguiente relato, para que esté solo, para dedicárselo en exclusiva.