Este año septiembre parece un viento huracanado que cada día entra de repente desde el mar, pasa sobre el pueblo, se mete por sus calles, por sus ventanas, y se lleva cosas. A penas han pasado 3 días y ya se ha llevado a casi todos esos turistas que se asomaban al puerto haciendo fotografías a los barcos y a los marineros, esos que quieren parecer gente llana y sencilla pero que traen consigo ese aire de superioridad de gente de ciudad que mira por encima del hombro porque tienen un título, una carrera y un coche grande. Los mismos cuyos hijos nunca aprendieron a saludar y no distinguen una gaviota de una gallina.
El viento de septiembre se ha llevado también los días de calor, las interminables tardes de siesta, con el pueblo más cercano a la muerte que al sueño. Se ha llevado a las pocas golondrinas que me acompañan cada verano volando a ras de suelo como locas, buscando barro para su nido y, dentro de unos días, se llevará a la ciudad a Miguelito, el niño que soñaba ser farero.
Esta mañana ha venido a despedirse con su bicicleta que juega a ser una estrella fugaz por el camino polvoriento, con su sonrisa casi eterna y con su sed de zumo. Dentro de unos días se marchará y quería despedirse. Le queda tiempo, pero quería hacerlo "por si después no puedo, farero".
Se acabaron los años de colegio en el pueblo, el tiempo no entiende de sentimientos, ni de soledades, ni de necesidades, ni de ausencias, y sigue su camino, pasando, ajeno a todo. Y Miguelito se va haciendo un muchacho al que el colegio se le quedó pequeño, igual que algún día se le quedará pequeño el pueblo y la vida entre estas casas y estos barcos.
A finales de mes será su santo, pero él no estará en el pueblo y yo, que cada día estoy más viejo y me manda más el corazón que la mente, he recordado un deseo que mi pequeño amigo me había contado muchas veces y he pedido a su padre que lo trajese esta tarde, poco antes de que el sol se ponga. Podría venir solo, pero de noche el camino no es lugar seguro para andar con bicicletas, y Miguelito se iría del faro con la noche cubriéndolo todo.
Le tenía en la mesa de la entrada una cajita envuelta en papel de regalo. Pocas cosas pueden alegrar más el corazón de una persona que ver la cara de un niño recibiendo un regalo. Nervioso y sonriente ha empezado a quitar el papel poco a poco, pero los nervios le pueden y termina rompiéndolo de cualquier manera. Me muero por ver su cara cuando abre la caja y ve dentro una llave tan vieja como este faro y este farero. Le ha dado cien vueltas y mirado dentro de la caja buscando alguna pista otras tantas veces antes de lanzarse y preguntarme de que era. Le digo que la llave, en verdad, no es el regalo: el regalo es lo que ella abre. Y, con el sol escondiéndose detrás del mar, lo invito con un gesto a subir a lo más alto del faro. Arriba lo espera una cerradura que cuida y protege un mando.
Se le sale el corazón por la boca y casi se le podría tomar el pulso desde lejos cuando al girar la llave encuentra, esperando su mano, el mando que pone en funcionamiento el faro.
-Venga Miguelito, hoy tú eres el farero, gira ese mando y el faro se encenderá y se pondrá en marcha. Y Miguelito, nervioso como nunca lo había visto, acerca su mano y toma la pequeña palanca, y la gira... y el faro toma vida, igual que el muchacho, igual que este viejo farero...
Unos instantes de mirarlo todo, de vivir un sueño, un tímido grito: ¡¡Farero...!! y un abrazo que me llega a lo más hondo del alma.
No le hará falta, pero su padre y una pequeña cámara de vídeo se encargarán de que este momento no lo olvide fácilmente. Tampoco a mi me hará falta nada para ello.
-¿Bajamos?
-Claro. Farero... ¿tienes zumo?.