24 abril 2009

Todas las llaves.

Se las dejé hace unos días, una tarde, tomando café en su bar. Siempre que me siento dejo las llaves en la mesa, muchas veces, la mayoría, los cojo una y otra vez, juego con ellas, las pongo en determinada forma, las muevo ligeramente y después vuelvo a dejarlas sobre la madera vieja y oscura de la mesa.

Aquella tarde cubrí las llaves con mi mano y las arrastré por el tablero hasta casi rozar las manos de María. Cuando las descubrí ella me preguntó con la mirada y a mi solamente me salió una frase tonta: Son las llaves del faro. Alguien que entra, un marinero, rompe el silencio que nos une y María se marcha al otro lado del mostrador a poner un café. Siguen las llaves sobre la mesa, esperando sentir el calor de sus manos, y sigo yo con la mirada baja, mirando el manojo de llaves, esperando verlas desaparecer entre las manos de María.

Es ella ahora quien pasa la yema de sus dedos sobre las llaves en una dulce caricia, como si las pintase en el aire. –Me gustaría que las tuvieses, el faro es lo único material que tengo, es mi vida, y quiero que tú tengas también las llaves.

-¿Y qué hago yo con las llaves del faro, farero?

-Guardarlas, llevarlas encima, entrar al faro cuando quieras sin tener que llamar, ser la única persona que las tiene…

Y María toma las llaves ente sus manos y me dice que lo hará, que las guardará, que las llevará consigo, que entrará al faro…

Ella no lo sabe, pero eran éstas las únicas llaves de mi vida que no tenía, hace tiempo llamó a otra puerta, le abrí y desde entonces se las llevó consigo. Ahora María tiene todas las llaves, la de la verja, la del faro, la de mi corazón…


El viejo farero.

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