23 abril 2009

Su rosa.

Los hombres dicen que está loca, que perdió la cabeza hace años, antes de venir a este pueblo, que hace cosas raras, que habla sola, que vive sola… Ellas, las mujeres, dicen que es un poco bruja, que si quiere puede echar el mal de ojos, que en el pueblo donde vivía ya lo hizo.

Yo la veía algunas veces por el pueblo, por el puerto, por los caminos, siempre ausente, lejana de casi todo. La saludaba y mis palabras y mis gestos se los llevaba el viento sin que llegasen, aparentemente, a sus oídos y a sus ojos.

Hace poco, una calurosa tarde de verano, casi al anochecer, se acercó al faro y se sentó a la sombra. Me vio mirándola desde la balconada y, por primera vez, un intento de sonrisa y un leve movimiento de su mano me enviaron un saludo.

Era tarde, madrugada, y salí del faro a cerrar la cancela del camino cuando la vi en el escalón de la puerta. Era una rosa roja, de un rojo intenso, oscuro. Se aprietan sus pétalos sobre ellos mismos como si tuviesen miedo, como si se arropasen unos a otros, como hacemos las personas cuando de noche, acostados, los miedos nos invaden. La puse en un viejo jarrón que ya había perdido la costumbre de cobijar flores y le puse una poquita de agua y, siguiendo los consejos que me diese hace años de Encarna, la tendera, una aspirina.

Cada mañana, con la luz de día, la rosa parece otra rosa. Se abre y llena la habitación con su fragancia, y cada tarde, cuando el sol se pone, vuelve a cerrarse sobre si misma.

Lleva así días y días, y al comentarlo en la tienda de Encarna una vecina me mira y me dice que tenga cuidado, que eso es cosa de la bruja, que no puede traer nada bueno, que mejor tire la rosa.

Ahora, en esta soledad donde solamente se escucha el mar y el crujir de alguna ventana con el viento, me he quedado dormido sobre la mesa, mirando la rosa cerrada sobre si misma, mirando sus pétalos protectores unos de otros.

He sentido sobre mi cabeza una mano que acariciaba, que se deslizaba dulcemente por mi frente, por mi cara, hasta llegar a mis labios para quedarse parada junto a ellos, sobre la mesa.
Una ventana mal cerrada ha dejado pasar una corriente de aire frío que me ha despertado poco a poco. Sin levantar la cabeza he mirado la rosa; estaba abierta, esplendorosa, fragante, y en la mesa, rozando mis labios, un pétalo.

El viejo farero.

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