24 abril 2009

La postal.

Estaba dormida en un cajón, dentro de una cajita vieja donde guardaba todos sus pequeños tesoros. Llegó una mañana de otoño, como un pájaro que emigra desde el norte buscando las tierras cálidas del sur. Compartir un paisaje, una felicitación, una excusa para decirle que pensaba en él, que no le olvidaba.

Se había puesto a buscar un papel de esos que guardamos y nunca encontramos cuando hacen falta y terminó abriendo aquella cajita. Unas cuantas cartas, unas fotografías de hacía mil años, un billete de avión, otro de un tren de cercanías, una servilleta de papel de un viejo café donde seguían escritas dos palabras y una fecha… Y debajo, como protegida por todos los demás tesoros, una postal. Si cada foto, cada carta, había arrancado una sonrisa de su boca, aquella postal le erizó la piel. Era su letra, sus palabras, su clave cómplice y secreta de las despedidas.

Se hizo niño y copió con la yema de sus dedos cada letra, cada palabra, siguió el sendero que tiempo atrás marcase el bolígrafo que hubo en las manos de ella, como el ciego que palpa cada pliegue del rostro que no puede ver para dibujarlo en su mente, la acercó a su cara buscando su olor, pero el tiempo se lo había llevado. El tiempo, pensó, termina llevándose todo.

Comenzó a leerla y, antes de la mitad, un mar se interpuso entre sus ojos y la postal. La llamó, leyó su nombre en la firma y la llamó. Era inútil, sabía que ella era ya parte del pasado, como aquella tarjeta que tenía en sus manos. Y volvió a acostarla en el fondo de su cajita, y la fue tapando y abrigando con cartas, con fotografías que hacían de sábanas, y la cubrió con el mismo cariño que una madrugada lejana cubrió sus hombros desnudos.


El viejo farero.

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