23 abril 2009

Gaviota.

Era única, tenía unas pequeñas manchas en su cara que la hacían a simple vista diferente. Se acercaba al faro, se posaba en la barandilla… Al principio si yo salía se asustaba y echaba a volar, pero poco a poco se fue acostumbrando a mí. Mis manos llegaron a acariciarla, entraba al faro… Jamás hubo gaviota como ella.

Algunas veces la veo volar a lo lejos, se acerca un poco pero de nuevo se marcha. Mira el faro desde los acantilados y si alguna otra gaviota se acerca a la torre ella emprende el vuelo, la observa desde lo alto y, algunas veces, grazna para que se marche.

He intentado dejarle comida y agua fresca, cualquier cosa que haga que regrese al faro, pero la gaviota sigue en su acantilado, tal vez por miedo, tal vez por desconfianza…

Ella no lo sabe, es una gaviota, pero algunas veces yo me asomo y hago como que miro el mar; no es verdad, no miro el mar, la busco a ella. Y otras gaviotas vuelan sobre el faro, pero ninguna es la gaviota de la cara manchada.

Algún día, tal vez, ella encontrará otro faro y otro farero que le de el cariño que yo le daba, o quizás un marinero que la deje posarse y comer en la cubierta de su barco. Algún día, tal vez, otra gaviota me acompañe en las tardes frías. Y ella jamás retorne a mi faro, y yo acaricie las plumas de otra que pierda sus miedos.

El viejo farero.

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