22 abril 2009

El circo.

Parecía que eran otra vez las fiestas del pueblo. Bajé al puerto a tomar un café en el bar y saludar a María. Hay tapias llenas de fotos de hombres que no conozco, y las aceras llenas de un pegamento que usaron en exceso y que chorreó por las paredes buscando el suelo donde se quedó dormido. Una furgoneta, con más fotos en sus laterales, va repartiendo papeles y gorras que los chiquillos buscan como si fueran tesoros. Un altavoz en su techo, una música que debe oírse desde el faro y una frase que se repite constantemente. Me ha recordado a aquella que vino una vez para anunciar un circo que actuaba en un pueblo cercano. En la plaza han montado un escenario que lo cierra por detrás un lienzo inmenso con una gaviota pintada en él. – Mira farero – me dice María, - esos deben ser de los tuyos... una gaviota – María me mira y se sonríe, está guapa con su pelo de plata y esa sonrisa en sus labios, y yo, por un segundo, me pierdo a mitad de camino entre uno y otros y me recreo en la profundidad de su mirada. Llevan una gaviota, pero no son de los míos, o yo no soy de los de ellos, no sé. Son políticos y jamás habían venido al pueblo. No saben nada de él, ni de su gente, ni de sus problemas. Para ellos no hay personas, hay tan solo votos, una parte mínima de poder. Es lo que buscan, votos, poder... Después se irán con su furgoneta, sus votos y sus promesas, y nos dejarán sus fotos pegadas a las paredes, las gorras con las letras de su partido y las promesas que jamás cumplirán. Antes pasaron los de tierra a dentro, los que llevan una rosa. Una furgoneta distinta, unas fotos con una cara distinta... Pero las mismas promesas, la misma búsqueda de los mismos votos. Son políticos, y a mi, al salir del bar de María, más que nunca me han recordado al circo que hace tiempo actuó en un pueblo cercano, con su furgoneta, su altavoz, su música, sus promesas de cosas maravillosas...

El viejo farero.


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