23 abril 2009

Como la arena.

La tarde se presentaba cálida y tranquila y decidí pasarla en la playa esperando allí sentado la puesta de sol. Están llenos de arrugas los contornos de mis ojos de mirar al sol cuando se esconde detrás del mar, de verlo una y otra vez jugar a ser un barco mágico que se hunde y que a la mañana siguiente vuelve a navegar buscando un nuevo naufragio, pero a pesar de tantas tardes mirándolo me siguen gustando las puestas de sol, me siguen cautivando, siguen aprensando mi mirada hasta que el mar se convierte en una hucha inmensa en la que el cielo vuelve a echar, lentamente, una moneda roja.

Cogí mi vieja mochila y puse en ella una botella de agua fresca, un poco de mi soledad y el recuerdo de María. Me he sentado en la playa y he estado cogiendo pequeños puñados de ella que he ido dejando caer poco a poco, como si mis manos fuesen un reloj de arena. Caen los granos y forman un montoncillo, y corren cuesta abajo por encima de otros granos que cayeron antes, y la diminuta montaña se hace más alta, más ancha, pero sigue siendo nada en una playa donde el viento crea y borra cada tarde cientos de montañas tan frágiles y pequeñas como la que hacen mis manos. Y es el viento quien viene a visitarme, a jugar conmigo y con la arena que cae de mis manos, y la desvía de su caída vertical, y a la montañita le roba altura y la hace más ancha, menos alta.

Cansada de ser un reloj de arena quiere mi mano retenerla, parar el tiempo, pero la arena se escapa poco a poco y al cabo de un rato en mi mano tan sólo quedan unos cuantos granos pegados a ella, granos que seguramente sintieron pena de mi y se quedaron ahí para hacerme compañía.

Es esta arena como María, la tengo entre mis manos pero viene el tiempo y se la lleva, y me la quita, y en mis manos solamente queda su olor, la huella de sus caricias, el sabor de su piel… Y yo, que la necesito, abro mi mochila y pongo en ella un puñado de arena para que ni el tiempo me la robe y regreso al faro con ella, con el recuerdo de María, con la ilusión de llenar otra vez mis manos con su aroma, con sus caricias, con la suavidad de su piel… y dejo la mochila en el faro y emprendo un camino que termina en su bar.

El viejo farero.

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